Miradla, tan lúcida, tan fantástica. Sonríe, y
es como si se detuviese el tiempo. Sonríe, y parece que el mundo gire más lento.
Y tengo ganas de comérmela, de practicar el más puro canibalismo con su cuerpo,
a besos, con lengua. Y tengo ganas de congelar todos esos momentos que pasamos
juntos; esos momentos tan distraídos, tan improvisados. Momentos impregnados de
esa magia natural de las cosas que no se repiten; de esos momentos únicos que no
vuelven.
Y, miradla, ¿no es preciosa? Quisiera tener
todo el tiempo del mundo para perderlo junto a ella, y luego jugar a
encontrarlo, y besarnos de vez en cuando, en cada esquina, y que hayan esquinas
a cada paso. Y desnudarla por las noches, y contar todos los lunares del mundo
en su espalda, y dormirme mientras nos miramos sin decirnos nada, y hablando de
todo, en silencio, que a veces es el mejor idioma.
Quisiera, pues hablamos de proyectos de futuro, de ojalás de humo, de deseos que masturbo por las noches, cuando, en silencio, me escucho mejor a mí mismo. Por las noches, cuando cierro los ojos y viajo a algún lugar en el que somos, donde te cojo la mano y te quito los miedos de encima; donde me dedico a sacudir los kilómetros que nos separan, esos monstruos que hacen que te eche de menos.
Quisiera, pues hablamos de proyectos de futuro, de ojalás de humo, de deseos que masturbo por las noches, cuando, en silencio, me escucho mejor a mí mismo. Por las noches, cuando cierro los ojos y viajo a algún lugar en el que somos, donde te cojo la mano y te quito los miedos de encima; donde me dedico a sacudir los kilómetros que nos separan, esos monstruos que hacen que te eche de menos.