Poner buena cara y sonreir

lunes, 29 de septiembre de 2014

Despedidas.

Todo aquel que se despide de alguien tiene la esperanza de volver a encontrarse a esa persona cualquier día, en cualquier lugar y a cualquier hora. Suele pensar en el reencuentro para no sentirse tan culpable al decidir marcharse, sea por el motivo que sea.
Y quizás vuelva a encontrarse a esa persona, pero normalmente no ocurre eso, de hecho, a pocas personas he visto despedirse sabiendo con certeza que volverían a verse.

Despedirse no solamente implica el dolor de alguien al ser consciente de que echará de menos a esa persona, el dolor que provoca una despedida viene también justo en el momento que pensamos que, quizás, con el tiempo terminaran olvidándonos.
A veces nos centramos tanto en pensar que pueden olvidarnos que, sin querer, terminamos olvidándonos a nosotros mismos. Nos abandonamos, abandonando así también al amor propio que cada uno de nosotros debe tener.
"Crecer es aprender a despedirse" Bien, pues yo sigo siendo una niña.
Nunca me he despedido de la persona que quiero riendo, prefiero las lagrimas a la falsedad de una sonrisa.
De cualquier forma, hay algo peor que una despedida; el abandono.
Que alguien se vaya sin haberte avisado y pasar la vida pensando en una vuelta que sólo
llevaba una ida.

El día que consiga despedirme de la persona que quiero sin que duela será el día que me lleven flores al sitio típico que todo el mundo va a llevarlas. Dudo mucho que yo consiga crecer, de hecho me sigue soliendo despedirme tanto como tiempos atrás. No he madurado, sigo llorando cada vez que escucho un portazo. Por mi, quien quiera irse dejándome una nota mostrando así la cobardía, que lo haga. Pero me limpiaré el culo con ella.
Si estoy dejando claro que lo único que odio en esta vida son las despedidas, bien claro quiero dejar también que odio a la gente que se va siendo un cobarde, como por ejemplo puede ser el de no avisar.

jueves, 4 de septiembre de 2014

Una simple carta.

Siento haberte decepcionado. En realidad, creo que es demasiado fácil hacerlo cuando no espero nada de mí mismo. Ni siquiera sé quién soy. Llevo unas semanas en las que parece que el mundo se esté encogiendo, y cada vez hay menos aire, y yo me pongo más nervioso. Hace mucho que no lloro. Mi tristeza es una de esas que se ocultan por vergüenza. Sé que hay motivos suficientes para ser feliz, pero si me pongo a buscarlos no los encuentro. Y eso me desespera, así que ya ni me lo propongo. Ahora me dejo marchitar, como le puede pasar a una flor que no puede luchar contra el invierno. Sí que es cierto que luego llega la primavera, y de aquella flor vuelven a brotar los colores de otra vida. Han sido millones de años de evolución. A mí, sin embargo, sea la estación que sea, nunca se me ocurre recuperarme. Hoy, por ejemplo, al despertarme y mirar por la ventana, y ver el día gris que hacía, me he dicho “ni lo intentes”. Y desde entonces estoy ahogando la soledad en alguna esquina de la casa, como si tratase de adoptar la postura más cómoda con la que sentarme a esperar algo. Ni siquiera sé lo que espero. Qué putada más grande. Ojalá tú estés siendo muy feliz. O feliz, a secas. Miénteme, si acaso no lo estás siendo. Necesito saber que alguien supo salir a tiempo de esta debacle, y que hay vida después de aquí. Cuando yo me doy cuenta de que estoy condenado a quedarme, me gusta pensar que en el mundo tiene que haber un necesario equilibrio. Y que algunas personas tienen que perderse del todo, para que otras puedan apreciar lo maravilloso que debe de ser haber encontrado su lugar en el mundo. Prométeme que encontrarás ese sitio. Yo me perderé por ti, si hace falta.